Un grito silenciado

En la noche de Tánger irrumpió un sonido sordo y poderoso, prolongado apenas durante el tiempo de una expiración: Andrés Iniesta había marcado un gol a la historia del fútbol y ganaba una estrella para la camiseta de la selección nacional. Aquel sonido opaco, como de terremoto, liberó en la fugacidad de un respiro la tensión producida y acumulada en ese choque de pasiones que es siempre una gran final de un campeonato de futbol. Era el día 11 de julio de 2010.

En el mapa Everest de carreteras de España y Portugal, aquella zona bañada por el Mediterráneo aparece señalada como “Costa tropical”. En medio de ella, Motril. Frente a ella, el 10 de julio de 2010, murieron ahogados tres bebés, nueve mujeres y un varón adulto. Me dicen que las madres de aquellos bebés murieron por intentar “mantener con vida a sus hijos”.

Este encuentro del África negra con la frontera sur de Europa no tuvo espectadores, sólo actores; en aquel estadio no se celebraba una gran final, sólo llegaba a su término la aventura de un equipo –tres bebés, nueve mujeres, un varón- derrotado por la muerte en un campo de sueños. Su grito, silenciado y sepultado por el mar de la “Costa tropical”, lo apagan cínicamente en la conciencia de la sociedad quienes negocian y se enriquecen con la sangre de los pobres.

P. S.:

 “Detrás de esos muertos, a los que se dice “sin papeles”, hay nombres, apellidos, familia, dolor, pobreza, violaciones de derechos humanos, sonrisas y esperanza. Detrás de las nueve mujeres muertas está la sombra de la trata con fines de explotación sexual, futuro casi seguro para las supervivientes” (De Helena Maleno).

Por si alguien aún no lo supiese, y por si alguien pudiese evitarlo, en este partido sin gloria también se muere sobreviviendo.

Julio de 2010.


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