Aprendiendo a mirar... y a amar

Acabo de recibir un correo electrónico del que entresaco lo esencial:

“Anoche alguien me llamaba, gritando que había habido un accidente muy grave: Una niña quemada con agua hirviendo. Logramos llevarla al hospital.
Hoy la he visto en la cama, quemada desde el cuello hasta las rodillas. Mirada de miedo, de pánico mientras hablaba en su lengua con tres ‘brothers’ que habían entrado en la sala…
Es guapa. Ha hecho el camino en poco tiempo, dos meses. Ayer no tenía claro si quería colaborar con la red de trata... Ahora yace en el hospital, con dolores horrorosos en todo el cuerpo; puedes ver cómo la aorta y el cuerpo le tiemblan cuando respira.
Le he dicho que estamos a su lado, que hay otra gente mirándola; se lo he dicho mientras ella me acariciaba el pelo y me miraba”.

Durante toda tu vida de creyente, mirando a Cristo crucificado, has intentado aprender las leyes del amor: Mirabas y te miraban. Te sabías amado y aprendías a amar.

Ese Cristo entrañable de tus horas en soledad, exiliado de las paredes por la ignorancia y la intolerancia, te lo entrega la clandestinidad en cruz de verdad y en carne viva, niña quemada en agua hirviendo, porque alguien pensó que era su dueño, que aquel cuerpo era suyo, como pudieran serlo su perro o su gato o las llaves de su coche.

También ahora, delante de este cristo vivo, miras y te miran. También ahora te sabes amado y aprendes a amar. Y vas llenando de crucificados los ojos y el corazón, y sueñas que amanezca para ellos un día sereno, un día en libertad, un día sin más lágrimas que las de alegría, un día sencillamente humano, un día de Dios.

Si amamos, la luz de ese día habrá empezado a brillar.

Agosto de 2009.


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