Lienzos y misterio

Tierra santa, así llamamos los cristianos a la tierra donde Jesús de Nazaret vivió y murió. Y llamamos santos a la cruz donde lo crucificaron, al Sepulcro donde lo enterraron y al lienzo en que lo amortajaron. Nadie diría, sin embargo, que aquella tierra, aquella cruz, aquel sepulcro o aquel lienzo son santos por contacto con el hombre en quien reconocemos encarnado al Hijo de Dios. Lo que realmente nos concierne de Cristo el Señor, no son las cosas que él pudo haber tocado, sino la solidaridad, revelada en él, del Amor divino con la pobreza del hombre, de la Misericordia infinita con nuestra miseria, de la gracia de Dios con nuestra condición humillada. Y esa solidaridad, por los caminos de la fe, alcanza a la humanidad entera y a toda la tierra, pues el Hijo de Dios se hizo hombre porque a todos amó y de todos quiso ser.

Lo demás, aquella tierra, aquella cruz, aquel sepulcro, aquel lienzo, todo pertenece al ámbito dignísimo de la ciencia arqueológica y, por supuesto, también a ese otro ámbito, no menos digno, que es el de la devoción.

Hace años visité Nazaret. Hasta la tierra de Jesús había llegado por motivos de trabajo. Allí, en la basílica de la Anunciación, me encontré con el adverbio de lugar más denso de significado que yo hubiese pronunciado jamás: «Aquí». Muchas veces en la vida lo había usado, y muchas otras había leído y rezado las palabras del evangelio: “El Verbo se hizo hombre”. Pero ahora, adverbio y evangelio llegaban a un lugar del corazón que nunca antes habían alcanzado: “Aquí el Verbo se hizo hombre”. Y es que el lugar, por un instante, le había dado concreción al misterio, lo había ‘localizado’.

Ni se me ocurre preguntar si aquél es realmente el lugar de la encarnación. No me importa. Lo que el corazón experimentó es que hay un lugar donde con verdad se puede decir: “Aquí el Verbo se hizo hombre”, aquí el amor hizo a Dios pequeño, aquí echó a andar una nueva humanidad.

Y lo que digo de Nazaret, lo digo de Belén, de Jerusalén… de piedras y panes, de enlosados, túnicas y mortajas. Sólo sirven para ‘localizar’ el misterio, o si prefieren, para ‘localizar’ el amor.

De todas formas, si algún profesor desea analizar de cerca la gloria de las sábanas santas que envuelven el cuerpo de Cristo, puede pasar por cualquier albergue para transeúntes, acercarse a un lecho en cualquier hospital, o hacer un esfuerzo por ver en qué se cobijan los clandestinos de la frontera sur de Europa. 

La química dirá que allí Jesús no estuvo nunca. La fe seguirá diciendo tercamente que ella lo ve.

Noviembre de 2009.



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