Heridas abiertas y mías

Así lo encontré escrito; así lo transcribo: «Tengo razones más que suficientes para pensar con prudencia que seguramente esta jerarquía tradicionalista hubiera llevado al mismo Jesús de Nazaret ante el Sanedrín por heterodoxo, es decir, "por no ser el Jesús de su Iglesia"

No voy a hablar de la jerarquía, sólo del evangelio. Porque es del evangelio de lo que nos ocupamos el teólogo y el obispo. Uno y otro lo recibimos de Cristo el Señor para anunciarlo y para realizarlo con la fuerza del Espíritu.
Eso significa que uno y otro hemos de cuidar lo que recibimos, hemos de preservarlo en su integridad, amarlo, ser fieles al Señor que nos lo confía y a la palabra que por él nos ha sido entregada.

El teólogo y el obispo saben que esa fidelidad es fruto de naturaleza muy delicada, pues crece y madura en el árbol de la libertad individual, sujeto a los influjos muchas veces opuestos de la obediencia a la fe, de los condicionamientos culturales, de las debilidades personales, de la fuerza de la gracia y de la fuerza del pecado en cada uno de nosotros.

El teólogo y el obispo saben que la experiencia de fe –la experiencia de Dios- necesita un soporte doctrinal firme. La fe aprendida en la Iglesia es la que me permite acercarme a Dios como hijo en su único Hijo, es la que me permite saber de su Espíritu dentro de mí, de su fuerza en mi debilidad, de su gracia en mi miseria pecadora. La fe que he aprendido en la Iglesia me permite saber de Cristo en mí, de Cristo en los pobres, de Cristo en los humillados de la tierra; esa fe me permite saber de mí y de los pobres y de los pecadores en Cristo resucitado, glorificado, sentado a la derecha de Dios en el cielo. Sin este subsuelo firme de la fe, la oración se volvería palabra sin sentido, la relación con Dios degeneraría en ideología, y el conocimiento de Cristo no dejaría de ser “conocimiento según la carne”.

Como teólogo, puedo permitirme el vuelo de la cuestión disputada; como obispo he de buscar la seguridad del camino por el que transitan los hijos de Dios.

Eso sí, ni como teólogo ni como obispo sabría decir cuál hubiera sido mi lugar en el drama de la pasión de Jesús el Nazareno. Pero tengo una certeza, ésta adquirida por testimonio del Espíritu que se me ha dado, y es que, en el cuerpo de Cristo, en la carne martirizada de Jesús de Nazaret, he visto, abiertas y hondas, heridas que sólo yo debiera llevar y que lleva como suyas mi Señor. Las palabras de acusación me hacen falta todas para acusarme a mí mismo, y me sentiría morir de vergüenza si fuese capaz de señalar a otro por haber tratado a mi Señor peor de cuanto lo he tratado yo.

Febrero de 2010.


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