Por una vida

Los datos son inanimados y fríos: en España se practican más de cien mil abortos al año. Los indicios apuntan a que estamos ante una realidad socialmente aceptada, tan normal como la muerte de millones de personas por hambre en un mundo en el que otros millones de personas se someten a dieta para adelgazar; tan normal como la degradación de la tierra por sobreexplotación de sus recursos; tan normal como lo fue Auschwitz para quienes organizaron aquella fábrica de muertos con última tecnología.

Pero un día saldrán a la luz los residuos desechados de nuestros abortos, y alguien recordará que no fueron cien mil, que fueron millones los seres humanos a los que, legítimamente, democráticamente, libremente, se les cortó la trama de la vida.

Más inquietante incluso que la muerte que provocamos, parecerá entonces la indiferencia atroz con que la ignoramos. Alguien se preguntará: ¿Cómo ha sido posible esa danza con la nada y ese oscurecimiento de la conciencia?

En realidad, todo ello, más que un evento triste, siempre posible, es el efecto previsible y necesario de un proceso de deshumanización que la sociedad ha vivido como una experiencia de progreso. En ese camino hemos perdido la esperanza, nos hemos acomodado a un presente sin futuro, hemos renunciado a buscar la verdad, el otro –el sin trabajo, el hambriento, el clandestino, el niño de la calle, la mujer esclava, también el embrión, también el feto- ese otro, o no existe para mí, o es un rival que pone en peligro mi derecho a la felicidad –mi derecho a producir y consumir, a consumir cosas y placeres, a consumir siempre-. Las víctimas de mi egoísmo no son humanas: son sólo material, aprovechable o desechable.

En este contexto moral, aquietada la conciencia, nublada la mente, embellecida la injusticia, todos podemos brindar por la muerte como se brindaría entre seres humanos por haber arrebatado a la muerte una vida.

Abril de 2010.



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