Autoridad y servicio

 Sabéis que los jefes de las naciones las tiranizan y que los grandes las oprimen. No será así entre vosotros; al contrario, el que quiera subir, sea servidor vuestro, y el que quiera ser primero sea esclavo vuestro. Igual que el Hijo del Hombre no ha venido a que le sirvan, sino a servir y a dar su vida en rescate por todos”.

Con la palabra «servir» dejó definida Jesús de Nazaret su forma de vida, su ‘vocación’ de Hijo del Hombre, ungido y enviado por el Espíritu del Señor para dar la Buena Noticia a los pobres. Y si alguna duda pudiese quedarnos sobre las fronteras marcadas a ese servicio, Jesús nos dijo hasta dónde había de llegar: ¡servir y dar la vida!

Bajo la luz de la palabra «servir», los creyentes en Cristo ponemos una y otra vez lo que somos y lo que hacemos, discernimiento necesario para que nuestras vidas no se aparten del camino que Jesús de Nazaret ha recorrido y que nos invita a recorrer con él.

Bajo esa luz es necesario poner también –y puede que sobre todo- el ministerio de la autoridad y el ejercicio de la obediencia en la Iglesia, ministerio y ejercicio que podrán llamarse cristianos, sólo si uno y otro son formas evangélicas de servicio.

La modernidad ha puesto bajo sospecha el principio de autoridad, así como la figura y la acción de quienes la ejercen.

Son muchos los problemas que ello plantea en las relaciones sociales, y nada tiene de extraño que esos problemas alcancen también, con más fuerza si cabe, el ámbito de la relación del hombre con Dios, y el ámbito de las relaciones mutuas entre los miembros de la comunidad cristiana.

Supongo que es legítimo ver en el diálogo un contrapeso necesario a las tentaciones del autoritarismo, pero no es ése el antídoto que puede curarlo. El antídoto de tiranías y grandezas, también de egocentrismos y rebeldías, es el amor. Eso sí, nuestro Maestro y Señor, Médico de los cuerpos y de las almas, prescribe siempre el amor bajo las formas humildes y oscuras del verbo «servir».

Enero de 2010.

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