Enterrar muertos... enterrar vidas

Fue ayer, 14 de octubre de 2009. En una parcela de cementerio, reservada no sé por quién para los muertos de nadie, fueron enterrados los que el mar devolvió del último naufragio en el Estrecho. Me pregunto por qué, de esa misericordia que es enterrar a los muertos, fuimos excluidos los vivos: familiares, amigos, hermanos de fe, hermanos de sufrimiento, hermanos de pan compartido. Me pregunto quién ha impuesto a la misericordia la condición de clandestina e invisible. Me pregunto si, además de enterrar a unos muertos, no se pretendió también enterrar en la misma parcela sus vidas: sus deseos, sus razones, sus derechos, sus gritos, sus sueños, su memoria, su historia.

Los muertos del último naufragio, los pocos que el mar devolvió, fueron enterrados como abortos a los que no se considera dignos, no digo ya de una oración o de una lágrima, ni siquiera de una mirada. Tal vez pretendamos ignorar a los que murieron, para olvidar a los que mañana van a morir en el mismo camino. Tal vez para eso, para olvidar, sirvan parcelas, enterradores y silencio.

Enterrar muertos es un deber; enterrar sus vidas es una infamia.

P. D.
Cuando murieron, con ellos en su angustia, con Cristo en su cruz, rezamos esperanzados: “¡Oh Dios!, sálvame por tu nombre, sal por mí con tu poder… escúchame… atiéndeme”. Hoy, con ellos y con Cristo, rezamos también por quienes los crucifican y los olvidan: “Padre, perdónalos, porquen o saben lo que hacen”.

Octubre de 2009.

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