Los monstruos



No son chivos expiatorios, pues el chivo es siempre inocente, y lo que hacemos con él es traspasarle nuestras miserias, echarlas sobre su cabeza, y hacernos la ilusión de que se las lleva con él al desierto donde lo abandonamos.

Éstos no son chivos, son monstruos, pura anormalidad del ser, el mal en exceso, el bien y la belleza en negativo.
Necesitamos fabricarlos.

El monstruo de fábrica ha de ser deforme, tanto que resulte imposible encontrar en su rostro un rasgo que pueda ser considerado común con nosotros. Cuanto más lo miremos, más inocentes hemos de vernos, más guapos podremos considerarnos, y seguro que también más a gusto nos sentiremos en nuestra redimida mediocridad.

La dicha completa sería ver al monstruo suicidado sobre el altar de nuestra inocencia. Y por supuesto, con un monstruo la piedad es delito y la misericordia un crimen.

Todavía no hemos aprendido que a deformar pensamientos y decisiones, sentimientos y miradas, se empieza por el corazón, y que un monstruo, lejos de ser el garante de una imposible inocencia, es en realidad un espejo inquietante y cruel que nos devuelve la imagen de nosotros mismos.

Febrero de 2009.

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