Sólo leprosos

A Juan Masiá, sj

Querido hermano Juan: Paz y Bien.

Ésta no es una respuesta a la carta abierta que usted me dirige a través de Religión Digital. Este escrito pretende ser un acuse agradecido de recibo, una confesión añadida a la que hice al hablar de la “Iglesia iluminada por la luz de Cristo”, y una divagación sobre la relación de Francisco de Asís con la Iglesia.

Agradezco su carta, no fuese más que por la ocasión que me ofrece de volver los ojos a la Iglesia que amamos y tratar de acercarla, desde la verdad, al corazón de la gente.

La confesión añadida tiene que ver con mi modo de estar en la Iglesia. Durante muchos años, en los que, con ilusión juvenil, me esforcé por alcanzar las metas de perfección que mis formadores me habían señalado, me juzgaba a mí mismo con la severidad moral de una conciencia intransigente –eso creía yo- y, de paso, con mayor severidad si cabe, miraba y juzgaba a los demás. Como si a un tiempo fuese espectador y juez de mi vida y de las vidas de mis hermanos. Hasta que un día dejé de ser espectador para empezar a ser actor; dejé de ser el juez de lo que otros –yo y los demás- vivían, para ser un hombre que vivía misterios asombrosos. Todo aconteció en una misa, en una de esas misas que siempre había celebrado con devoción y que era para mí motivo de orgullo. Aquel día dejé de sentir orgullo para sentir agradecimiento. Aquel día, en aquella misa, algo me dijo al corazón que el leproso del que hablaba el evangelio, ese leproso que Jesús tocaba y limpiaba, era yo. Desde entonces, hermano Juan, no cambió sólo mi modo de verme, sino también, yo diría sobre todo, cambió mi modo de ver a los demás. Ya no quedan leprosos que yo pueda despreciar, y, si alguna vez en este campo me engañase el enemigo, que puede siempre hacerlo, recuérdeme, hermano Juan, que el Señor me ha curado cargando él con mi lepra. Desde aquel día, la Iglesia es para mí una comunidad de leprosos curados, de pobres que han sido escandalosamente amados, y que han de hacer su camino interior hasta descubrirlo, gozarlo y agradecerlo conforme a la propia pobreza y a la gracia de Dios en nosotros. Esto hace que el evangelio sea para el creyente una fuente perenne de luz y oscuridad. He enterrado con lágrimas del cuerpo y del alma a víctimas del terrorismo y me he guardado en el corazón a los verdugos para llevarlos cada día junto al Señor. He acogido y cuidado a víctimas de pederastia, he visto el terror en sus ojos, y conozco de cerca la alegría de la infancia recuperada, pero no sería capaz de dejar fuera de la caridad a los miserables que las han aterrorizado. Conozco la cárcel, y puedo asegurarle, hermano Juan, que en pocos lugares he sentido a Jesús tan en su casa como entre los presos –puede que sea sólo una ilusión mía, pero algo me dice que no lo es-. Yo no me siento en comunión con una idea de Iglesia, sino con una Iglesia concreta, de carne y hueso, de leprosos curados, de leprosos que algún día serán curados, de leprosos que no saben que lo son, de leprosos que no saben que ya han sido curados. Sólo leprosos, para que nadie pueda gloriarse de sí mismo, sino sólo del Señor.

Le debo todavía, hermano Juan, la divagación. Estará hecha de retales del hábito de Francisco de Asís:

De la Carta a los fieles: “Debemos asimismo visitar con frecuencia las iglesias y venerar y reverenciar a los clérigos, no tanto por ellos mismos, en el caso de que sean pecadores, cuanto por su oficio y por la administración del santísimo cuerpo y sangre de Cristo, que ellos sacrifican sobre el altar y reciben y administran a los demás”.

De la Admonición:  “Y si alguna vez el súbdito ve que algo es mejor y de más provecho para su alma que lo que le manda el prelado, sacrifique voluntariamente lo suyo a Dios, y esfuércese en poner por obra lo que le manda el prelado… Pero si el prelado le manda algo que va contra su alma, aunque no le obedezca, no por eso lo abandone. Y si por ello ha de sufrir persecución por parte de algunos, ámelos más por Dios”.

De la Admonición 26ª: “Dichoso el siervo que tiene fe en los clérigos que viven rectamente según la forma de la Iglesia Romana. Y, ¡ay de aquellos que los desprecian!, pues, aun cuando sean pecadores, nadie debe juzgarlos, porque el Señor mismo se reserva para sí solo su juicio”.

De la Regla no Bulada XVII: “Ningún hermano predique contra la forma y las disposiciones de la santa Iglesia y sin que se lo haya concedido su ministro. Y el ministro guárdese de concederlo a alguno sin discernimiento”.

De la Regla no Bulada XIX: “Todos los hermanos sean católicos, vivan y hablen católicamente. Pero, si alguno se apartara, de palabra o con las obras, de la fe y vida católicas, y no se enmendara, sea expulsado terminantemente de nuestra Fraternidad”.

De la Regla Bulada I: “El hermano Francisco promete obediencia y reverencia al señor papa Honorio y a sus sucesores canónicamente elegidos y a la Iglesia Romana. Y los demás hermanos están obligados a obedecer al hermano Francisco y a sus sucesores”.

De la Regla Bulada II: “Los que quieren abrazar esta vida y cómo deben ser recibidos… Los ministros examínenlos diligentemente de la fe católica y los sacramentos de la Iglesia. Y si creen en todo ello, y quieren profesarlo fielmente, y observarlo firmemente hasta el fin… díganles las palabras del santo Evangelio: que vayan y vendan todas sus cosas y se esfuercen por distribuirlas entre los pobres. Y, si no pudieran hacerlo, les basta la buena voluntad”.

De la Regla Bulada XII: “Además, impongo a los ministros, por obediencia, que pidan al señor papa un cardenal de la santa Iglesia Romana que sea gobernador, protector y corrector de esta Fraternidad; para que, siempre sometidos y sujetos a los pies de la misma santa Iglesia, firmes en la fe católica, observemos la pobreza y la humildad y el santo Evangelio de nuestro Señor Jesucristo que firmemente prometimos”.

Ya sólo me queda citar el que figura entre los escritos del hermano Francisco como Testamento de Siena: “Escribe cómo bendigo a todos mis hermanos, a los que están en la Religión en el presente y a los que vendrán a ella hasta el fin del mundo… Como a causa de la debilidad y el dolor de la enfermedad, no me encuentro con fuerzas para hablar, declaro brevemente mi voluntad a mis hermanos en estas tres palabras: que en señal del recuerdo de mi bendición y de mi testamento, se amen siempre mutuamente; que amen siempre a nuestra señora la santa pobreza y la observen; y que vivan siempre fieles y sujetos a los prelados y a todos los clérigos de la santa madre Iglesia”.

Querido Juan, yo he profesado esto, he intentado vivirlo, seguramente que he pecado mucho contra ello. En todo caso, me darás una gran alegría siempre que me recuerdes lo que te debo. Porque esa fidelidad y sumisión te las debo también a ti.

Un abrazo de tu hermano menor.

Julio de 2010.

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