Sólo con la palabra

No es de ahora, sino que viene de lejos, la obsesión de los poderosos por silenciar a la Iglesia en los foros públicos, y concederle graciosamente y sarcásticamente el privilegio de hablar sola, para sí misma, en las sacristías.

Me pregunto qué tiene la palabra de la Iglesia que, apenas pronunciada, hace saltar las alarmas en las murallas del poder. Por qué salen los gigantes a enfrentarse a un perro muerto, si las encuestas dicen que la Iglesia no tiene prestigio, y los augures prevén que no le queda futuro. Por qué se alborotan las ocas del capitolio, como si alguien asaltase la sagrada fortaleza, cuando todo el mundo sabe que la Iglesia no tiene cuerpos de asalto, a no ser esos miles de hombres y mujeres que dedican su vida a la oración y a la caridad.

La Iglesia no gesticula, no vocifera; sólo habla. ¿Por qué esa palabra desarmada es más temida que una amenaza?

Lo que intuyo: Detrás de la pretensión de recluir a la Iglesia en las sacristías está la voluntad de relegar a Dios al ámbito de lo privado, y hacer de hombres y mujeres libres un gremio de súbditos. La palabra de la Iglesia es una gaita, un incordio, una mosca que incomoda al personal, porque le recuerda que Dios no se deja enterrar, que la justicia y la bondad son eternas, que las leyes no están por encima del bien y el mal, y que la dignidad de las personas y su libertad no derivan de la voluntad de unos legisladores.

Junio de 2009.

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