Dolor y solidaridad

Mi hermana Pilar me ha remitido un escrito de Luis Alemán Mur. Entresaco de él lo necesario para poner en contexto la respuesta:

Hoy, 2010 después de Cristo.
Seguimos con la misma creencia de que el sacrificio, los sacrificios, el dolor es redentor.
El secretario de Estado del Vaticano, Cardenal Bertone, dijo contra el teólogo biblista, el argentino Álvarez Valdez: «Dios manda los males y sufrimientos porque el dolor es redentor. Dixit el piadoso magnate del Vaticano. Y luego lo mandó callar como a Arregui.

-   Llevamos todos, y lleva este señor Bertone, metido en los huesos el dogma pagano de que Dios necesita la prueba de la sangre, el dolor y la cruz. 
- Llevamos metida la historia de que Jesús subió a la cruz por mandato de Dios. Mientras, los hombres miramos atónitos y llamamos misterio para sacudirnos evidencias atroces. 
- Hemos incorporado a nuestra fe el horror de que sin sangre no hay salvación. Para nosotros los cristianos la puerta hacia el Padre está pintada de sangre. ¡Error ancestral!
- Incluso hemos convertido la cruz, la sangre y el dolor en un misterio cristiano.
- Hemos convertido la mesa de la fraternidad en la antigua piedra de los sacrificios.
- Seguimos callados y no nos revelamos al constatar cómo unos pocos –los de ayer y los de hoy- siguen clavando en la cruz a los que luchan por la liberación buscada por Jesús, a los que piensan del Templo lo que pensaba Jesús, a los que movilizan al pueblo, como lo hacía Jesús.

¡Que no, señores, que no!

Que la cruz la hicieron y la seguimos haciendo los hombres; que la cruz no es producto del amor de Dios. Es invento de los poderosos para defenderse de los que amenazan su poderío.
Que nuestra misión como seguidores de Jesús es dar de comer a masas hambrientas; desatar lenguas trabadas; hacer que hablen los mudos; que anden los paralíticos; que vean los ciegos; incorporar a los marginados; dar agua a los sedientes; desclavar a los que penden de las cruces; arrancar las ideologías opresoras a los atormentados; luchar contra los templos y mezquitas que oprimen al pueblo en nombre de Dios.
Nuestra misión no es llevar un tomo de verdades, sino una fuente de vida”.

Supongo que mi hermana Pilar me envió ese correo, no sólo para conocimiento, sino también como expresión de una cierta conformidad suya con ese modo de plantear el problema del mal, el arduo problema del significado que el dolor tiene en la vida de las personas, y de la relación que el dolor guarda con la fe en Dios.

Dado que estas cuestiones afectan a muchos creyentes, y hay preguntas que algunos ni siquiera se atreven a formular, he pedido a mi hermana Pilar autorización para publicar la respuesta que a ella le envié en aquella ocasión, por si lo que hemos compartido puede ser de utilidad para otros.

Querida Pilar: Paz y Bien.

Cada vez que alguien, teólogo de renombre o simple persona de fe, se acerca al misterio que es Dios, ha de descalzarse necesariamente, ha de bajar el rostro a tierra, y buscar en lo profundo de la propia conciencia un “¿quién eres tú, Señor?”, disposición del ánimo que considero necesaria para no caer de inmediato en las redes de la idolatría.

Cada vez que alguien, por su parte, se acerca al misterio del hombre, ha de descalzarse como si en realidad se estuviese acercando al misterio de Dios.

Yo no sé quién es Luis Alemán Mur. He tenido que hacer visita a Internet para saber algo de Ariel Álvarez Valdés. Del cardenal Tarcisio Bertone me resultan familiares sólo nombre y oficio. Y de mi hermano Arregui, al que conozco personalmente desde hace tiempo, conocí sólo hace bien poco ciertas ideas sobre la Iglesia, ideas que podrían ser llevadas sin escándalo de nadie a un foro de discusión teológica, pero que, con rigor científico, no pueden ser presentadas como conclusiones ciertas de ninguna eclesiología.

De pronunciamientos como éste que me envías del señor Alemán Mur, me hiere el tono, me desconcierta la arrogancia, y no consigo casarlos con los postulados básicos del evangelio de Jesús. Pese a la buena voluntad que he de suponer en quienes así se pronuncian, Jesús, su palabra y su vida quedan reducidos a ideología religiosa; es más, quien es sacramento del amor que Dios nos tiene, se transforma en motivo de desprecio contra personas de las que antes se ha hecho sólo una injusta caricatura.

Tú sabes, hermana mía, que hay un lazo que une la realidad de Dios con la del mal. Y cada vez que intentamos concretar esa relación, nos hallamos condicionados por los límites de nuestra experiencia del mal y de Dios. Y esto debiera ser suficiente para hacernos humildes, hombres y mujeres de pies descalzos, a la hora de hablar sobre tales cosas.

Quiero pensar que el Cardenal Bertone, mi hermano Arregui, el señor Alemán Mur, tú y yo, somos personas que luchamos contra el mal en todas sus formas, lo combatimos como sabemos, aunque haya de añadir que nos quedamos siempre, pobres pecadores, por debajo de lo que podemos.

Por otra parte, cada uno de nosotros, aun combatiendo el mal, es también una fuente de mal para sí mismo y para los demás. Y también ésta es una buena razón para descalzarnos y andar en humildad.
El mal no se combate con arengas, sino con amor.

Una de las páginas más hermosas de la Sagrada Escritura tiene como argumento central el mal que padece un justo perseguido: “Lo vimos sin aspecto atrayente, despreciado y evitado de los hombres, como un hombre de dolores acostumbrado a sufrimientos, ante el cual se ocultan los rostros, despreciado y desestimado. Él soportó nuestros sufrimientos y aguantó nuestros dolores; nosotros lo estimamos leproso, herido de Dios y humillado; pero él fue traspasado por nuestras rebeliones, triturado por nuestros crímenes. Nuestro castigo saludable cayó sobre él, sus cicatrices nos curaron”.

Esa escritura que hallamos en la profecía de Isaías es un canto a la solidaridad de un justo con los pecadores. Y si alguien piensa que se puede ser solidario con un herido sin cargar con sus heridas, con su mal, allá cada cual con sus pensamientos, pero yo, a mi señor Jesucristo, a mi Señor crucificado, sólo puedo verlo cargado con mis heridas, con mis pecados, con mi muerte, solidario en todo conmigo, él crucificado en la cruz que es mía, yo vivo en la vida que es suya.

La actividad salvadora del Mesías Jesús es presentada en los evangelios como participación del Salvador en la debilidad de aquellos a quienes ha venido a salvar, como comunión de Jesús con aquellos a quienes ha sido enviado. Jesús no es un mago que asombra con sus artes, sino el siervo del Señor que carga con  nuestras debilidades, el Hijo de Dios que, al revestirse de nuestra frágil condición, confiere dignidad eterna a la naturaleza humana y nos hace a nosotros eternos, aquel por quien Dios, no sólo ha socorrido nuestra débil naturaleza con la fuerza de su divinidad, sino que ha provisto el remedio en la misma debilidad humana, y de lo que era nuestra ruina ha hecho nuestra salvación.

 Dar de comer a masas hambrientas”, si no se queda en pura retórica, implica que te saques el pan de la boca para dárselo al que tiene hambre, que compartas vida y pobreza con quien necesita tu vida y tu amor, que des la vida por los hambrientos, que abraces el sufrimiento de otro para que otros sufran menos.

Y nadie verá un mal en ese sufrimiento que tú has abrazado, nadie hará culpable de él a un Dios sediento de sangre. Sólo te verán imagen de un Dios sediento de amor.

Pero sin tu pan, sin tu vida, sin tu sufrimiento, ¡sin tu sangre!, no hay redención para los pobres: ¡Habría sólo retórica!

Un beso de tu hermano menor.

Febrero de 2010.


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