“Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar”.
En la memoria del soñador podría haber estado
Egipto, la tierra de la esclavitud, el mar dividido para el paso de los
esclavos, las noches del éxodo bajo la luz de Dios, aquellos días bajo la nube,
el desierto mitigado con agua de la roca y panes de rocío, la tierra prometida,
una tierra con fuentes de leche y miel para la esperanza de un pueblo.
En la memoria del soñador, más cercanas que
las tierras de Egipto y las maravillas del éxodo quedaban las tierras de Asiria,
y de Caldea, último solar de lágrimas y lutos para los desterrados de Sión.
El profeta evoca caminos que Dios abre en la
estepa para el paso de los que volverán a la tierra de la libertad. A la luz de
su palabra, el futuro se ilumina con un éxodo de pobres hacia una nueva
esperanza; Dios los guía entre consuelos; “entre ellos hay ciegos y cojos,
preñadas y paridas”.
El salmista evoca Pascua y fiesta, asombro,
alegría y canto de los redimidos: “Cuando el Señor cambió la suerte de Sión,
nos parecía soñar: la boca se nos llenaba de risas, la lengua de cantares.”
En la eucaristía, memoria de Cristo nuestra
Pascua, los que estábamos muertos pasamos con él de la muerte a la vida. Por el
gran amor con que fuimos amados, Dios nos ha hecho vivir con Cristo.
En los sacramentos de la Pascua de Cristo, el Señor
ha cambiado nuestra suerte: Tocaste mis ojos ciegos, y pude verte. Iluminaste
mi vida, y pude seguirte. Me curaste, y pude amarte. Cambiaste nuestro duelo en
fiesta, el luto en danza, la tristeza en alegría; la luz de tu misericordia
iluminó la noche de nuestra esclavitud.
Cuando el Señor cambió nuestra suerte, se nos
llenó de paz el corazón, de alegría el alma, de risas la boca, de cantares la
lengua, pues se nos había llenado de Cristo la vida entera.
Cuando comulgamos con Cristo, nos parecía
soñar.