Lo dijo el salmista, y tú lo vas diciendo con
él: “Yo te amo, Señor”.
Y porque amas a tu Dios, vas marcando con su
nombre vigilias y sueños, tu cuerpo y tu mente, tu familia y tu casa; porque lo
amas, guardas su palabra en el corazón, en el alma, en todos los rincones de tu
ser.
Tu amor se desahoga en un cauce de nombres
innumerables que no pueden agotar tu agradecimiento, nombres grabados en la
memoria, repetidos en la oración, confiados a los amigos, susurrados en la
intimidad del corazón: Mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi libertador, peña
mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Con el salmista vas diciendo a tu Dios
nombres que evocan la salvación del pueblo amenazado por la violencia del
enemigo. Pero la fe intuye que evocan también la serena quietud del niño en el
regazo de su madre, el confiado abandono de la Iglesia en los brazos de
su Salvador.
“Yo te amo, Señor”. Detrás de tu
declaración de amor, llenándola de ardor y de verdad, están la gracia de tu
Dios y tu necesidad, su fuerza y tu debilidad, su regazo y tu pequeñez, su
brazo y tu soledad.
“Yo te amo, Señor”. Se lo dices por lo
que él es para ti, y por lo que tú eres a sus ojos, por lo mucho que eres
amado, por lo mucho que necesitas de ese amor.
“Yo te amo, Señor”. Se lo dices, y el
amor va desgranando nombres de tu Dios que todavía no habías pronunciado: Mi
Dios encarnado, mi Dios excluido, mi Dios perseguido, mi Dios emigrante, mi
Dios clandestino, mi Dios escarnecido, mi Dios crucificado, mi Dios resucitado,
mi Dios resucitador.
“Yo te amo, Señor”. Hoy vienes a mí
con nombres de Eucaristía: Mi Dios sacramentado, mi Dios pan de vida, mi Dios
bebida de salvación, mi Dios entregado.
“Yo te amo, Señor”. Mis ojos no se
apartan de ti, de tu cuerpo, de tus sueños, de tus miedos, de tu angustia, de
tus lágrimas, de tus heridas… Tú eres mi fortaleza, mi roca, mi alcázar, mi
libertador, peña mía, refugio mío, escudo mío, mi fuerza salvadora, mi
baluarte.
“Yo te amo, Señor”…
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