La razón dice que, en la relación de Dios con el hombre, es Dios
el que siempre pierde, pues siendo él el Bien, el sumo Bien, el todo Bien, nada
puede de nosotros recibir que a él le falte, nada le podemos ofrecer que de él
no hayamos recibido.
Aunque en la relación con Dios no hubiese de considerar el abismo
que se abre entre su santidad y mi pecado, para el asombro bastaría considerar
la desproporción que acepta el Dios de la alianza, cuando dice: “Vosotros
seréis mi pueblo, y yo seré vuestro Dios”.
Lo dice la razón y lo dice la fe: ¡No hay proporción entre lo que se
recibe y lo que se da! No hay proporción, pues Dios nos recibe a nosotros, y
nosotros recibimos a Dios.
No pienses, sin embargo, que el amor que te ha buscado en lo hondo
de tu miseria, te ha abandonado donde te halló, pues si Dios bajó hasta ti, fue
para subirte hasta él.
Recuerda, pues has de agradecerla siempre, la sangre de la alianza
que hizo el Señor con nuestros padres sobre los mandatos de su santa ley. Pero
fija la mirada de tu corazón en la sangre de la nueva alianza, fíjate en el que
dice: “Ésta es mi sangre, sangre de la alianza, derramada por todos”. Si
consideras las palabras, son palabras tuyas, palabras de hombre, palabras
familiares para una humanidad que sufre. Si consideras quién las pronuncia,
también es uno de los tuyos, también es hombre, también conoce de cerca lo que
quiere decir “sangre derramada”. Si consideras dónde habla y qué hace,
reconoces la mesa, el pan y el vino de tu cena pascual. Todo es tuyo ¡y todo es
de Dios!, pues la sangre que sella la alianza nueva es la sangre del Hijo, y la
alianza la hace Dios, no ya sobre los mandatos de la antigua ley siempre
transgredidos, sino sobre el amor del Hijo, sobre la fidelidad del amado, sobre
la obediencia del predilecto, sobre el cuerpo entregado Jesús de Nazaret.
En esta alianza nueva, a Dios le responde en el hombre el amor
mismo Dios.
Éste es, Iglesia santa, el misterio que hoy puedes contemplar y
gustar, pues, pues por la acción del Espíritu de Dios en ti y en tu eucaristía,
comulgas con aquel Hijo, con el predilecto, con Cristo Jesús. Para esto te ha
dejado el Señor el pan y el vino de su cena, para que, siendo una con Cristo,
puedas ser de Dios en él, para que puedas amar a Dios con él, para que puedas
obedecer a Dios como él, para que la gracia anule la desproporción que te impone
la naturaleza, pues también tú, aunque pobre y pecadora, responderás a tu Dios
con la fidelidad de su Hijo, con el amor de su Hijo, con la obediencia de su
Hijo.
Feliz día del Santísimo Cuerpo y Sangre de Cristo.
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