El cielo lo
llamó Juan, porque aquel niño era de Dios, porque Dios lo había querido, Dios
lo había regalado al deseo de unos padres, Dios lo había escogido, Dios había
creado sus entrañas, Dios lo había tejido en el seno materno.
Y Dios también a ti te llamó por tu nombre. |
Sólo Dios le
podía dar un nombre verdadero, pues para Dios solo, cuando aquel niño nació,
eran ya familiares todas tus sendas.
Y Dios lo
llamó Juan.
Con el
nombre, el cielo le dio el espíritu y el poder de Elías, le dio palabras de
fuego con que allanar en el desierto los caminos del Señor, lo hizo testigo de la Luz, heraldo de la Palabra.
El que
pronunció su nombre, lo hizo espada afilada en su mano, flecha bruñida en su
aljaba.
Y Dios
estaba con él.
Aquel niño
que, al aire del Espíritu, había conocido la llegada del Salvador de los
hombres y había saltado de alegría en la oscuridad del seno materno,
enclaustrado un día en el seno oscuro de una cárcel, desde el no saber pedirá
luz a la Luz, desde
la noche pedirá una certeza a la
Verdad, desde el silencio pedirá a la Palabra un eco de su
misterio.
Y Dios también
a ti te llamó por tu nombre, hermano mío, hermana mía, para una danza de fiesta
por la salvación que en Cristo nos ha visitado, para que en el seno de la Iglesia des testimonio de
Cristo, para que hables de Cristo, muestres a Cristo, sigas a Cristo, seas de
Cristo, comulgues con Cristo. Dios te llamó por tu nombre para que vivas en
Cristo, para que Cristo sea tu vida.
Tu ser más
profundo se encierra en el misterio del nombre que Dios te ha dado.
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