“Nuestro Dios
apareció en el mundo y vivió entre los hombres”. Si lo crees, no lo digas
sin asombro, y, si te asombras, no dejes de contemplar el misterio que has
creído.
Considera el porqué de
esa Navidad: entrarás en un abismo de amor, insondable como el abismo de Dios.
Mira en el espejo de esa
Navidad: entrarás en un abismo de humildad, de pobreza, de debilidad,
insondable como el abismo del hombre.
Considera lo que en esa
Navidad se te ofrece: entrarás en el misterio de la justicia que tu corazón
añora, de la paz que todo tu ser desea, de la alegría que cada sufrimiento te
hace recordar, de una vida que sólo ese nacimiento puede revestir de
inmortalidad.Y no dejes de considerar lo que del hombre recibe ese Dios que apareció en el mundo: entrarás en el abismo del pecado, que es rechazo del amor, rechazo del don de Dios, rechazo de Dios.
Considera cómo se ha
presentado Dios entre los hombres, y te adentrarás en el misterio de la fe: misterio
del Dios escondido, misterio de una búsqueda que es hermana de oscuridades y
sufrimientos.
Los padres de Jesús lo
buscaron angustiados porque lo amaban, lo habían perdido, y no lo encontraban.
También Herodes lo buscó,
pero sólo para matarlo.
Como Herodes, lo buscaron
quienes tramaron su muerte y lo mataron.
Otros lo buscaron para
escuchar su palabra, que dejaba la vida empapada en esperanza. Otros, porque
esperaban ser curados. Otros, casi todos, como el posadero de Belén, ni
siquiera cayeron en la cuenta de que Dios había aparecido en el mundo y vivía
entre ellos.
“Nuestro Dios
apareció en el mundo y vivió entre los hombres”. Me pregunto si he
aprendido a conjugar en tiempos de presente los verbos de esta confesión, me
pregunto si también yo puedo encontrar a Dios en mis caminos.
El que a Belén llegó
pidiendo posada desde el seno de una joven madre, el que a unos pastores se
mostró envuelto en pañales y recostado en un pesebre, llama a la puerta de mi
casa cada día, pidiendo entrar y que cenemos juntos.
Me pregunto en qué voz podré
reconocer su palabra, en qué llanto su queja, en qué cuerpo su necesidad, en
qué rostro su presencia.
Me pregunto si alguna
vez lo he reconocido en la
Eucaristía y en los pobres. ¡Me pregunto si lo amo!