Si
entramos en el misterio de Jesús de Nazaret, entramos al mismo
tiempo en el misterio de la Iglesia, en nuestro propio misterio.
Del
Siervo del Señor se dice: “El Señor
Dios me ha abierto el oído; y yo no me he rebelado ni me he echado
atrás”. El lazo que lo une a su Dios
pasa por el oído y alcanza a todos los rincones del ser.
Aún
resuena en la memoria de la comunidad la palabra del Señor:
“Effetá”,
y esa palabra se vuelve hoy lazo misterioso que une a Dios con su
Siervo. “Effetá”,
que es también expresión de poder, es sobre todo expresión de
amor, de elección, de predilección. Es el Señor quien abre el oído
del Siervo; es el siervo quien oye y no se rebela, quien escucha y no
se echa atrás.
En
el Siervo encontrarás oído abierto, corazón despierto, alma
rendida a la llamada del amor, y ungido todo su ser por el Espíritu
de Dios que lo consagra y lo envía.
La
palabra, en la que Dios se le entrega, lo
hace firme en la prueba, fuerte en la dificultad, libre en el
sufrimiento: “El Hijo del hombre tiene
que padecer mucho, tiene que ser condenado por los senadores, sumos
sacerdotes y letrados, ser ejecutado y resucitar al tercer día”.
A Pedro lo escandaliza el contenido de la instrucción; a nosotros
nos asombra la libertad con que Jesús asume la entrega de su vida.
Esa libertad es hija del amor con que Dios habla a su Siervo, del
amor con que el Hijo escucha a su Señor. Fuera del amor, fuera de la
obediencia, no hay libertad, no hay entrega, no hay comunión.
Ahora
ya podemos escuchar el dicho de Jesús: “El
que quiera venirse conmigo, que se niegue a sí mismo, que cargue con
su cruz y me siga”. Ahora ya podemos
entrar en el misterio de nuestra comunión eucarística con el amor
del Hijo, con la obediencia
del Hijo, con la libertad
del Hijo, con la entrega
del Hijo: “El que pierda su vida por
el Evangelio, la salvará”.
Feliz
domingo.
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